Jorge Cruceta
(1959 – 2008)
Cargo:
Consultor de dirección estratégica, marketing y comercial
Lugar de nacimiento:
Eibar (Guipúzcoa)
Los otros finalistas:
Amor Simón
José Ferri
Interés por los demás
«A partir de los cuarenta te empiezas a plantear qué parte de lo que has ido recibiendo puedes devolver a la sociedad. Qué parte de tu tiempo o cuánto dinero puedes dedicar a mejorar las cosas. Empiezas a contemplar el mundo con otros ojos. Adoptar un niño, ya que nosotros no habíamos podido tener, nos pareció importante a Eli y a mí. Hacer algo por el sector en el que has trabajado tantos años también te apetece. El comité de AECOC o la Fundación Txema Elorza me han servido para satisfacer esa necesidad. Y creo que hay mucho que hacer».
Jorge Cruceta es un directivo de éxito cuya vida profesional se encuentra en un paréntesis provocado por una inesperada enfermedad. En el interín se dedica a disfrutar de una familia que se incrementó en 2005 con la adopción de tres niños rusos a los que él y su mujer se afanan en inculcar los valores que ellos recibieron en su infancia: honestidad, solidaridad, sinceridad, esfuerzo, tenacidad…
A lo largo de su vida, Jorge Cruceta ha pasado por varias encrucijadas que han marcado su trayectoria vital. Cuando decidió estudiar Derecho en vez de una ingeniería, cuando fracasó el despacho de abogados que montó recién licenciado, cuando aceptó la propuesta de su padre para encargarse del departamento de exportación de Ardatz, cuando se enteró de que Bellota buscaba un director comercial y envió un curriculum postulándose como candidato, o cuando salió de Bellota porque no estaba dispuesto a traspasar la raya que él se había trazado como profesional. Ahora se encuentra en otra encrucijada trascendental que, seguramente, marcará el resto de su vida.
El peso de la familia
Su abuelo paterno tenía, en Eibar, un café teatro – el «Salón Cruceta» en el que había actuaciones antes de la guerra civil. Más tarde montó un cine y, años después, mucha gente por la calle reconocía a Jorge como el nieto de «Perico, el del cine». Toda la familia tanto paterna como materna vivían entre Ermua y Eibar y ese fue el escenario de la infancia y adolescencia de quien recuerda haberla pasado, como la mayoría de los chavales de aquellos años sesenta, en la calle. Entre chispas de soldadura, ruidos de forja y olor a aceites lubricantes de las grandes firmas de entonces como Alfa, Orbea, Star o Lambretta y los cientos de talleres auxiliares que se encontraban en cada portal. «Nos sabíamos todas las categorías laborales: fresador, tornero, calderero, mecánico… Y por encima de todos, los peritos industriales y los ingenieros. A éstos, los niños, los veíamos como dioses o héroes».
Recuerda su paso por la ikastola y, con seis años, su incorporación al colegio del Sagrado Corazón y, más tarde, al La Salle. «Recuerdo haber aprendido materias, matemáticas, ciencias naturales, lengua o literatura, pero no que me enseñasen lo que era la vida. Eso, la gente de mi generación lo aprendimos en la calle». Y en la familia. Vivían todos juntos, los abuelos, los padres, los hermanos. «Nos metíamos todos en el 600, luego en un Simca 1000, más tarde en un Seat 1430. Era la época del desarrollismo, que se vivía en esa zona eminentemente industrial de una manera muy acusada. Un poco más adelante, en la época de la transición, los jóvenes empezamos a saber lo que era la conciencia social, que había gente más desfavorecida y con menos oportunidades de las que habíamos tenido nosotros, que pertenecíamos a una clase media que se había forjado a base de mucha iniciativa, mucho trabajo y mucho esfuerzo».
En la familia se encontraban representadas todas las corrientes de pensamiento de la época. Su abuelo paterno era republicano y láico; el materno, católico y carlista. Su padre era nacionalista, hablaba euskera y era un hombre «eminentemente pragmático». Su madre era castellanoparlante y era una mujer «más de valores». Jorge recalca aquí «el esfuerzo que tuvo que hacer mi madre por recuperar el euskera para que todos lo habláramos en casa». Toda esta diversidad familiar tuvo una influencia importante en la forma en que Jorge fue madurando. También la vivencia de ver que su padre estaba siempre trabajando, «paraba poco por casa». «De mi infancia y adolescencia parten algunos de los principios que han marcado mi vida. La importancia del trabajo, que todo se consigue con esfuerzo. Que el conocimiento vale, merece la pena, si sirve para cambiar el mundo. Y, por último, que en los momentos de duda, hay que apostar por el progreso».
A los 17 años, sale de Eibar y va a estudiar Derecho a San Sebastián. «Le dije a mi padre que yo no quería ser ingeniero. Las matemáticas no eran lo mío». Allí vivía ya su hermana mayor. «Pase cinco años magníficos como estudiante. No era brillante, seguramente porque las materias no consiguieron interesarme demasiado, aunque sí me gustaba el Derecho Penal. Era la época de la transición y todas las leyes eran provisionales, todas estaban en proceso de cambio y no me parecía inteligente memorizar cosas que iban a cambiar en cuatro días. Lo que descubrí del Derecho fue el placer por la palabra. Me cautivaba la precisión de cada expresión. Recuerdo que me compré un libro de retórica forense y lo disfruté de la primera a la última página. Desde entonces me he esforzado en hablar bien, en emplear las palabras con precisión y en cuidar el lenguaje». Vivía en un piso de estudiante. Y se echó novia. Después fue a la mili. «Hice las milicias universitarias y fui alférez de complemento en Ibiza. Me pilló el golpe de estado del 23 F y tomé la decisión de irme de España si triunfaba. Afortunadamente, no prosperó».
El mundo empresarial
Acabada la carrera, decide montar su propio bufete, en Rentería. «Necesitaba dinero y le pedí a mi padre que me prestara 100.000 pesetas. Pero me dijo que no. Que me buscara la vida. Así que fui al banco y pedí un préstamo a 3 años, con el aval -eso sí- de mi padre. La cosa salió mal y estuve devolviendo el préstamo como pude, y con la ayuda de mi madre.
Pero su padre sí le ofreció la oportunidad de entrar en la empresa que él dirigía entonces, Ardatz. «Me dijo que si me interesaba trabajar en el departamento de exportación de la compañía. Yo ya sabía el suficiente inglés y francés como para embarcarme en esa aventura y acepté. Me acuerdo que al principio iba y venía todos los días de San Sebastián a Ermua en auto-stop». Ahí descubrió el mundo de la empresa y «me entró la pasión por las organizaciones». Entonces, Ardatz tenía 100 trabajadores, facturaba alrededor de mil millones de pesetas y exportaba el 40 por ciento de lo que fabricaba. El trabajo de Jorge consistía en «subirme a un Seat 131 Supermirafiori y recorrer Europa de punta a punta para negociar o apoyar a cada distribuidor que teníamos en los diferentes países. Estaba dos o tres semanas de acá para allá -a veces con mi mujer- y volvía a fábrica».
Estuvo nueve años en la empresa. De responsable de exportación pasó a director comercial y, más tarde, cuando su padre y el resto de socios se plantean el futuro y deciden vender la empresa, le nombran director general, con el objetivo de buscar un comprador y sacar el mayor rendimiento posible. Para entonces » ya había hecho un master en dirección de empresas, en Deusto, que me costó tres años acabar y que recuerdo como una época muy dura de mi aprendizaje».
Por fin, la empresa fue comprada por la francesa Tivoly y como parte del contrato de compra-venta, Jorge tuvo que quedarse dos años, «en los que descubrí cómo eran las empresas más grandes, con fuerte cultura de management». También toma conciencia de la gran distribución y de la segmentación de los mercados. «Aprendí mucho, entre otras cosas la dificultad de comunicación con los franceses».
En Bellota
Acabado el periodo de permanencia estipulado, decide emprender nuevos proyectos, que le llevan a Bellota Herramientas. «Cuando salí de Tivoly no tenía dónde ir. Entonces me enteré que en una empresa de Legazpia que no conocía, estaban buscando un director comercial. Envié una carta al director general de Bellota y me ofrecí. Unos días más tarde, recibí la llamada de José Mari Echeverría, que me emplazaba a una entrevista. Quedamos en el hotel Costa Vasca, de San Sebastián, pero me dio plantón. Sin embargo, por la noche, ya tarde, me llamó por teléfono disculpándose -simplemente se le había olvidado la cita- y quedamos para otro día. Y así entré en Bellota, como jefe de ventas». Por aquel entonces, a mediados de los noventa, Bellota se encontraba en una situación difícil. La mayoría de su catálogo lo componían herramientas que estaban dejando de utilizarse: guadañas, picachones, azadas, etc. Como ejemplo, en diez años se pasó de fabricar 120.000 guadañas, a 2.000. «Bellota no tenía nada que ver con Tivoly. Tenía un equipo muy potente, pero la empresa estaba oxidada. Recuerdo que cuando un tío mío, alto directivo del Banco Central Hispano, se enteró que iba a trabajar en la empresa, me dijo que si estaba loco, que esa compañía estaba fatal. Pero yo vi un mundo lleno de oportunidades». Y no se equivocó. En diez años, pasaron a triplicar las ventas. Se renovó por completo el catálogo de herramientas y se incorporaron cientos de productos nuevos: discos, herramientas para la madera, llaves, destornilladores, calzado de seguridad, herramientas para jardín y un largo etcétera.
«Fue una década prodigiosa. Aprendí mucho de Luis Gómez Sierra, de Enrique Mir, de José Mari Echeverría, de José Antonio Erdozia. Y formamos un equipo comercial de ensueño con nombres como Manuel Castro, José Manuel Urquía o Gerardo Pérez. Con ellos hablaba cada día, a partir de las nueve de la noche y nos daban las tantas. Todavía no había teléfonos móviles y esa era la única forma de mantener un contacto estrecho para ir ajustando las gestiones a la realidad del mercado. En esa época, se hablaba de filosofía, del valor de la marca, de la deriva de los mercados, en resumen, de conceptos básicos. Había que replantearse todo para implementar una nueva política. En 1997, entra Mitxel Pérez como jefe de ventas y acometimos una etapa de expansión, que dio, en general, unos resultados magníficos, aunque también tuvimos algún fracaso sonado». Fue la época de adquisiciones de empresas como Muller, Corona y otras.
«En mi paso por Bellota pude poner en práctica todo lo que había ido aprendiendo en mis anteriores etapas y los principios en los que creía: potenciar el contacto con los clientes y con los usuarios finales, apostar por los que arriesgaban y progresaban, delegar de verdad en el equipo, escuchar a todos y tratar de encontrar lo bueno de cada situación, convertir las amenazas en oportunidades…». Lo hizo, además, desde diferentes puestos. Primero, durante unos pocos meses, como jefe de ventas: después, como director comercial para España de las divisiones de herramientas y agro; más tarde como director comercial de las dos divisiones para España y el resto del mundo. También como director de marketing, responsabilidad que sumó con el tiempo a las que ya tenía. Y, por último, como director general de herramientas.
«Cuando, tras la salida del anterior equipo directivo, paso a la Corporación Patricio Echeverría para ocuparme de la dirección de marketing y comercial del grupo, con el cargo de subdirector general, empiezo a echar de menos el contacto con el mercado, la relación directa con los clientes; pero aprendí la importancia de la estrategia y que la cuenta de resultados se debe preparar con anticipación . Hay que anticiparse a los acontecimientos y no esperar a ser arrastrado por ellos. También descubrí otros mercados, el americano, por ejemplo. De Home Depot aprendí que había que ir a fabricar a China. En América del Sur comprendí que no valían los supuestos europeos. Allí la gente no tiene dinero para comprar según qué tipo de cosas y según a qué precio».
La nueva etapa fue un éxito rotundo. «Conseguimos los objetivos que nos habíamos planteado en la mitad de tiempo del previsto». Por eso, cuando los accionistas deciden dar otro golpe de timón, Jorge se encuentra incómodo y plantea su salida de la compañía. «No estaba dispuesto a empezar otra vez de cero con un modelo de negocio que no compartía. Por otra parte, llevaba tiempo dándole vueltas a montar una empresa propia basada en lo que se llama `interin management´, que consiste en decir a la empresa que te contrata lo que hay que hacer y comprometerte a ejecutarlo». La iniciativa le sale bien desde el principio. Le piden proyectos de Astigarraga, SNA Europe y dos empresas más, con otras dos más en cartera y, de pronto, todo se para cuando le descubren la enfermedad.
La persona
Jorge Cruceta es un tipo de principios. Y duro. Y respetado y admirado por casi todos los que han tenido relación profesional con él. Porque escucha, porque busca el lado positivo de las situaciones, porque busca soluciones en vez de culpables. Porque va de cara y plantea todo con argumentos, porque es humilde y está dispuesto a aprender de todo el mundo. Me atrevería a resumir su personalidad en dos palabras: honesto y tenaz.
Durante la entrevista, en cada etapa me cuenta qué aprendió, qué cosas se sumaron a su bagaje personal y profesional. De quién aprendió: de sus padres, de Luis Gómez Sierra, de Enrique Mir, de Manuel Bernardo, de Fernando Bautista, de Jaime Farell, de Balbino Menéndez; de sus hijos y de otros muchos clientes y colaboradores.
Se casó jóven. Este año cumplirá sus bodas de plata con Isabel, o Elizabeth, o Eli, como la conocen todos sus amigos. Forman una buena pareja. La impresión es que existe mucha camaradería entre ellos. Desde que en 2005 adoptaron a tres niños rusos de cuatro, seis y siete años, han descubierto un mundo nuevo en el que han cambiado todos los paradigmas y en el que, por primera vez, han experimentado lo que es que otras personas dependan totalmente de ellos.
«La experiencia está siendo muy intensa. Es como haber redescubierto el tema afectivo. Te hace consciente de lo que significa la palabra generosidad, lo que es la fuerza del cariño. Te das cuenta que los importantes son ellos, no tú. Te acongoja la responsabilidad que tienes de transmitirles los valores para que sean sobre todo buenas personas, que valoren la importancia de saber, que sepan que todo se consigue con esfuerzo y sacrificio. Estamos intentando Eli y yo transmitírselo a través de cuentos, de ejemplos, para que lo entiendan mejor».
En 1996, deciden dar un cambio radical a su vida. Dejan su casa de San Sebastián y se trasladan a vivir a un caserio perdido en el monte a 3 km. de Alkiza. «Es un caserío con más de 300 años, que hemos ido adaptando a nuestras necesidades». «Allí -cuenta- descubro que los pájaros cantan, que las nubes se mueven, que es agradable sentir el viento en la cara, olores impensables en una ciudad. Descubrí que en ese ambiente los problemas se relativizaban. De hecho, muchos los resolvía mientras veía llover o miraba el horizonte. Es verdad que se sacrifican cosas, salir a cenar con los conocidos, el cine… pero he podido dedicar mucho tiempo a la lectura. En Alkiza tenemos más de 2.000 libros».
Juan Manuel Fernández, editor de Ferronoticias