Miguel Ortiz Gimilio
(1934)
Cargo:
Presidente de Ferretería Ortiz
Lugar de nacimiento:
Belorado (Burgos)
Los otros finalistas:
Luis Franco Monzó
Carlos Pérez Padrón
«Soy un hombre de suerte. Tengo una mujer maravillosa con la que llevo casado más de cincuenta años, con la que tengo una complicidad especial y de la que estoy tan enamorado como el primer día. Ahora, además, puedo dedicarle mucho tiempo libre. Mis hijos son extraordinarios, trabajadores, con familias muy bien avenidas. Nos reunimos todos siempre que podemos. Tengo quince nietos que mantienen los valores y la educación de sus padres. Tengo salud. El negocio va razonablemente bien a pesar de la enorme crisis que hay en España. Qué más puedo pedir, soy un hombre inmensamente feliz»
«El secreto de cualquier negocio es trabajar mucho, vivir de forma sobria y contar con el apoyo de la familia»
«Hemos sido pioneros en muchas cosas y sabes que has acertado cuando otros te copian»
«Todo lo que ganaba lo ahorraba y reinvertía y en pocos años conseguí hacer un capital importante»
«Nunca he quitado un minuto a la familia para dárselo a la empresa ni viceversa»
«La autoridad se consigue sólo con el ejemplo, haciendo tú lo que quieres que hagan los demás»
Cada día, alrededor de las diez, se incorpora al despacho de la calle Narváez y trabaja unas horas junto a su hija Begoña con la que comparte la administración y las finanzas de la empresa. Con 76 años, admite que solo se retiraría si no le funcionase la cabeza o si sus hijos no le necesitasen. Hecho a sí mismo, decisión y prudencia se combinan con precisión en el perfil sobrio y austero de quien se siente un hombre feliz.
Miguel Ortiz es castellano de Burgos, pero a la vez es chileno de Rancagua. Nace en la burgalesa Belorado, el 11 de enero de 1934, de una familia de agricultores. Es el mayor de cinco hermanos, tres mujeres «las que me siguen a mi» y un hermano, el más pequeño, que falleció. Son años muy difíciles en España, hay poco trabajo y gran incertidumbre. Cuando cumple un año, la familia decide marchar a Chile donde su padre ya había estado de soltero y donde esperan prosperar. «Entonces, sólo se podía entrar en Chile si alguien te reclamaba y tenías trabajo asegurado. A mi padre le reclamó un familiar». Se establecen en la localidad de Rancagua, capital de una de las provincias más ricas del país, donde se ubica la famosa mina de «El Teniente», la mina subterránea de cobre más importante del mundo. Él cursa estudios primarios y bachillerato en el colegio de los Maristas de Rancagua, en la rama de humanidades. Hoy, con 76 años cumplidos, mantiene todavía cierto acento chileno y, por supuesto, los valores que aprendió en aquella época de formación, el esfuerzo, el sacrificio, la austeridad.
Con 15 años, la familia decide volver a España y se instalan en La Rioja. Son los años de la posguerra y hay poco porvenir. Miguel va a estudiar a Haro, a una academia que imparte los estudios de Comercio –lo más aproximado a lo que hoy sería la carrera de Económicas-. «No me convalidaban los estudios que había cursado en Chile y tuve que examinarme en Logroño «. Acaba sus estudios y se da cuenta de las pocas opciones que tiene en España. «Tenía un primo que había acabado la carrera de Físicas y trabajaba como profesor en el pueblo. Eso me dio idea de lo poco que podría prosperar aquí». Ante estas perspectivas, piden a un tío de su padre, vinatero en Chile, que le reclame para probar suerte allí. «Con 18 años, vuelvo a Chile y empiezo a trabajar en la pequeña ferretería de un asturiano -casi todas las ferreterías de Chile estaban en aquella época en manos de asturianos- como dependiente. Aprendo rápido y después de un año se me ofrecen nuevas perspectivas de prosperar en otra ferretería, de las más grandes de Rancagua, Ferretería El Candado». Vienen a buscarle y enseguida se hace un hueco en el negocio, responsabilizándose de las compras. «Allí pasé dos años muy a gusto y los dueños me tenían bien considerado».
Socio de una ferretería
Sin embargo, inquieto y ambicioso, además de muy trabajador, se le ofrece la oportunidad de adquirir una ferretería cerca de Rancagua. «Por entonces yo ya me había enamorado de Mª Loli, la que sería mi mujer, y quería tener algo que ofrecerle más allá de lo que podría darle siendo un simple trabajador, aunque tuviera una buena posición. Quería independizarme y ser mi propio jefe». Cuando explica a sus jefes sus planes, insisten para que se quede y le ofrecen el triple de lo que ganaba hasta entonces. «Pero les dije que la única manera de que reconsiderase mi postura es que me admitieran como ´socio interesado´ con un porcentaje sobre los beneficios -lo que aquí es un socio industrial-. Aceptaron». En esa nueva situación, Miguel ya tenía algo sólido que ofrecer a la hija del dueño de otra ferretería importante de la zona y va a por Mª Loli. El noviazgo duró dos años y se casaron. Tienen tres hijos, Juan Antonio, Miguel Andrés y José Ignacio, cada uno con un intervalo de dos años. «Después del nacimiento de mis tres hijos, me planteo el futuro que me depararía seguir asociado con tres personas ya mayores, muy acomodadas y con pocas ganas de prosperar. Y vuelvo a pensar en independizarme. Había visto una buena posibilidad de establecerme en Viña del Mar, la playa más bonita y turística de Chile».
Por aquel entonces, su suegra, ya viuda, realiza un viaje por España que dura casi un año, donde toma contacto con exiliados cubanos y conoce sus problemas con la dictadura de Fidel Castro. Es el año 1962. Al regresar a Chile, donde la incertidumbre política es creciente, insiste para que la familia vuelva de nuevo a España. «A mi no pareció mal, pero dejé la decisión de volver en manos de mi mujer, porque ella tenía allí su familia, sus amigos, en fin su vida y creía que no podía arrastrarla a nuevas aventuras sin su consentimiento». Pasan dos años, nace el tercer hijo, José Ignacio, y deciden volver. «En esos dos años me ocupé de deshacer las inversiones que había ido haciendo poco a poco. Y lo mismo hizo mi suegra. En pocos años había formado un buen capital gracias a mi trabajo, el ahorro y a unas inversiones –aconsejado por mi tío, metí mucho dinero en bolsa- que dieron mucho rendimiento. Además, mi mujer era muy ordenada y nada caprichosa. Para colmo, yo iba enviando el dinero a España en dólares y cuando casi el 80% estaba ya aquí, se depreció la peseta y casi doblamos el capital con el cambio de divisas. Tuve mucha suerte».
A Madrid
La familia llega a España en junio de 1964. Van a Miranda de Ebro donde entonces vivían los padres de Miguel. «Dejamos con ellos a los tres niños y nos fuimos, mi mujer y yo, a buscar una ciudad donde montar el negocio». Primero fueron al País Vasco –los padres de Mª Loli eran de allí, la madre, de Sopelana y el padre, de Bilbao-. «Estuvimos en Bilbao, que no nos gustó, todo muy negro, con una industria pesada muy contaminante. Luego, en Vitoria, que era bonita, pero con muy poca actividad todavía. Fuimos después al sur: Sevilla, Granada, Córdoba; y volvimos a Miranda sin ninguna decisión tomada». Pocos días después probamos en Madrid. Entramos por la carretera de Burgos y el Paseo de la Castellana y cuando llegan a Cibeles, «nos miramos Mº Loli y yo y dijimos, aquí nos quedamos. Fue como un amor a primera vista». Así que van a ver a un tío de su mujer, en la calle Menorca, y le dicen que se van a instalar en la capital. «Él, nos dice que se vende un local, a la vuelta, en la calle Narváez y van a verlo. Era pequeño, el peor de la calle, pero nos gustó». Visitan más tarde a un antiguo profesor que les había dado clase de inglés en Chile, que vivía en la avenida Donostiarra y él les dice que están construyendo unas buenas casas en el Parque de la Avenidas. «Fuimos al día siguiente y vimos unos planos de viviendas que se construirían en un año. Nos decidimos inmediatamente y compramos un segundo piso en la calle Berlín».
Vuelven a Miranda, recogen a sus hijos y se vienen a Madrid a un piso de alquiler, en el mismo barrio donde han comprado su vivienda. Vuelven a ver el local de la calle Narváez y lo compran. En una semana compraron el piso para vivir y el local para abrir el negocio. «Yo me considero una persona prudente que analiza y estudia las cosas antes de actuar, pero cuando tomo una decisión la ejecuto inmediatamente. No me ando con rodeos». Por mediación de unos amigos que tienen una ferretería en la calle Conde de Romanones, conoce a un asturiano que le acondiciona y monta el establecimiento. Corre el mes de noviembre y, en febrero de 1965, la ferretería se inaugura oficialmente, «aunque antes de abrirla al público ya nos venía gente para que les vendiéramos artículos». Empiezan Miguel, un encargado «al que me costó convencer, porque era temeroso de dar el paso –de hecho tuve que convencer a su mujer para que él se viniera conmigo»-, y un empleado. «José Luis, el encargado, era un profesional extraordinario. Después de comer en diez minutos, íbamos él y yo a visitar a tres o cuatro ebanistas o carpinteros para ofrecerles nuestros servicios y regresábamos justo a tiempo para volver a abrir la tienda a las 16:30 h. Fueron años muy duros, de muchísimo trabajo, pero a la vez, maravillosos».
Especialización
Desde el principio, Miguel tiene claro que debe especializarse y decide orientar su negocio al herraje «porque el encargado era un experto en el sector de la madera». Fueron pioneros en muchas cosas, por ejemplo en cómo exponer los herrajes y manillas. «Aquí se estilaba exponerlos en sus propias cajas, pero yo había aprendido en Chile a mostrarlos en paneles perforados, que les daba mayor empaque y les hacía más atractivos». No hacían publicidad todavía, pero empezó a funcionar el boca a boca de los clientes y, sobre todo, de los propios ferreteros. «Cuando un cliente pedía alguna cosa especial que ellos no tenían, nos los enviaban a nosotros y aquí encontraban casi siempre lo que buscaban». Porque Miguel siempre ha querido tener mucho surtido y mucha mercancía. «Tiene la desventaja de mantener un inmovilizado grande, pero la enorme ventaja de poder dar servicio siempre y a todo el mundo, en el momento. Y eso, el cliente lo agradece y le fideliza».
Cinco años después, el local contiguo, una perfumería, se pone en venta y Miguel llega a un acuerdo rápido con el propietario para quedárselo. «En una noche tiramos el tabique que separaba las dos tiendas y a la mañana siguiente abrimos un nuevo local de 600 metros cuadrados. Lo acondicionamos todo rápidamente y no dejamos ni un solo día de dar nuestro servicio habitual. Después compran un bajo en calle Ibiza -«pensando en el futuro. Por si alguno de nuestros hijos decide seguir con el negocio»-, que acaba siendo recalificado como almacén, y un garaje en la calle Menorca «para facilitar el aparcamiento de nuestros clientes». Por esa época, algunas de las ferreterías más clásicas de Madrid como Portillo, Orueta y otras empiezan a decaer por las dificultades de parking.
El relevo generacional
Los cuatro hijos se van haciendo mayores –Begoña nace al poco de instalarse en Madrid-, estudian sus carreras «con muy buenas notas, todos» y van tomando su camino en la vida. El mayor, Juan Antonio, hace arquitectura y se monta por su cuenta. Cuando Miguel Andrés –el segundo- acaba Económicas, Miguel le pregunta que si le apetece trabajar con él. Dice que sí y empieza a despachar en el mostrador «para que se familiarizase con los productos y con los clientes». Después, José Ignacio, que acaba también Económicas, tras un año trabajando en una empresa multinacional de consultoría, le pide entrar en el negocio. Miguel dice que sí, pero como su hermano, empezando desde abajo, en el mostrador. «Ninguno ha entrado en la ferretería como un señorito, como hijos de papá. Empezaron como cualquier otro, en el mostrador, limpiando los locales por la noche, cuando se cerraba al público. Yo decía al resto de empleado que mis hijos no tendrían ningún privilegio, que trabajarían como el que más y darían ejemplo». Y así fue.
La ultima en incorporarse al negocio fue Begoña. «Cuando acaba la carrera le digo que se venga a trabajar con nosotros, pero no lo tenía muy claro. Me costó convencerla y acepté la condición que me puso de trabajar sólo media jornada para poderse dedicar a la educación de sus hijos».
Con los hijos plenamente incorporados al negocio, empiezan a invertir en nuevos proyectos. Primero, en 1994, la oficina técnica, encima de la tienda de Narváez, con una exposición específica para arquitectos. Después la tienda de Seguridad, en la calle Menorca, para atender mejor a los profesionales específicos del negocio. Más tarde la de Interiorismo, adaptada para decoradores e interioristas. Para facilitar el acceso a carpinteros y pequeños ferreteros, se abre después un «cash & carry» en Vallecas, en el arranque de la Nacional III.
En un momento dado, Miguel Andrés, ya gerente de la ferretería, le pide montar una sucursal, «pero yo le digo que por qué no abrimos una tienda virtual –era el momento de la eclosión de internet-. Fichamos a dos jóvenes informáticos para poner en marcha el proyecto y nos lanzamos. Por aquello de ser pioneros, la verdad es que encontramos mucha colaboración y apoyo». Ahora tienen más de cien mil visitas mensuales y ferreteriaortiz.es se ha convertido en un punto de referencia para profesionales que quieren saber todo del mundo de los herrajes y la cerrajería.
El último proyecto, hasta la fecha, es el del Multicentro Ortiz, de Leganés. «Nos planteamos centralizar todo el tema logístico, que empezaba a darnos muchos quebraderos de cabeza y nos pusimos a buscar un local en alguno de los cinturones alrededor de Madrid. Encontramos 9000 metros en Leganés y pensamos, en un principio, quedarnos con la mitad de la nave y alquilar la otra mitad. Pero resultaba muy difícil y empezó a surgir la idea de aprovechar las instalaciones para montar un «cash». Al final, entre Miguel Andrés y Juan Antonio –el hijo arquitecto- diseñan un Multicentro de 6500 metros que combina almacén, ‘cash’ y sala de venta al público, en general, y que incorpora además de los productos tradicionales de herrajes y cerrajería, elementos de saneamiento, cocinas, menaje y artículos de jardín.
Austeridad, prudencia, sensatez
Toda la trayectoria de Miguel Ortiz está presidida por los valores que mamó en el entorno de una familia castellana, campesina, con vocación de prosperar. «Austeridad, sobriedad, esfuerzo, sacrificio y mucho, mucho trabajo». Aunque para él «el trabajo nunca ha sido una carga. Cuando tenía que barrer la calle de la ferretería, lo hacía; cuando tenía que atender al público en el mostrador muchas horas, también; adecentar el almacén, visitar a clientes, las tareas administrativas; todo lo he llevado con naturalidad y tratando de dar ejemplo a mis colaboradores y a mis hijos. Porque sólo dando ejemplo se consigue tener autoridad. No dando gritos ni haciendo aspavientos». Como ejemplo, recuerda que con 14 años, su hijo José Ignacio fumaba a escondidas. «Por entonces, yo también fumaba, poco, seis o siete cigarrillos al día. Un día me encaré con él y le desafié a ver quién tenía más fuerza de voluntad, quién era más hombrecito». Desde entonces, ni él ni su hijo han vuelto a fumar, «bueno creo que él se fuma algún puro en el fútbol, cuando va al campo».
Para él, el valor supremo es la familia y reconoce que no ha le ha quitado ni un minuto para dárselo a la empresa, aunque tampoco al contrario. «Familia y empresa, para mi, han sido compatibles». Cuando se implanta en España el descanso semanal de 36 horas, «nosotros somos los primeros que decidimos cerrar los sábados por la tarde. Así podíamos irnos a la sierra antes y disfrutar más tiempo de la familia».
Ahora, que ha dejado el día a día en manos de sus hijos «sigo aportando experiencia y consejos. Contrapongo la prudencia a la natural ambición de mis hijos. Les digo que sean sensatos, que no tienen necesidad de arriesgar más de lo necesario, que hay que crecer, pero no a cualquier precio. Estamos en una situación ideal en la que se combinan la juventud y la experiencia».